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Premiado en 2004 Prof. Dr. Patrick Cramer, Centro de Genética, Universidad de Múnich, Alemania

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El trabajo del Prof. Dr. Patrick Cramer
La buena ciencia significa encontrar buenas respuestas a buenas preguntas. Algunas de estas últimas son más fundamentales que otras. En julio de este año, cuando Francis Crick, codescubridor del ADN, murió a los 88 años, algunos recordamos que no solo trabajó en la estructura del ADN, sino también en otras cuestiones fundamentales en torno al incipiente campo de la biología molecular. Una de ellas era la interrogante de cómo se transmite la información desde el ADN a la proteína, el principal componente de toda célula viva, además del agua. En varias publicaciones entre 1955 y 1958 propuso el llamado dogma central de la biología molecular, según el cual la información genética fluye del ADN al ARN y de allí a la proteína. A veces se expresa como «el ADN se transcribe como ARN y este se traduce como proteína». Con algunas excepciones notables, todas las células vivas se ajustan a esta regla. Reflexionando sobre esta regla, queda claro que el flujo de información genética se produce en dos pasos: el primero del ADN al ARN y el segundo del ARN a la proteína. El primer paso se llama transcripción, el segundo traducción. Hoy nos ocuparemos de la transcripción. El ADN, el material genético, es una plantilla para dos pasos de copiado: uno para copiarse a sí mismo y otro para producir una copia de una molécula relacionada, llamada ARN, con una composición química similar. La principal diferencia entre ambos es de carácter funcional. Mientras todas las células contienen la misma cantidad de ADN, hay células que pueden contener cantidades mucho mayores de ARN e, incluso, de ARN que no representa toda la composición genética de una célula. Así, el ADN se lee o transcribe de una manera muy selectiva. El contenido de ARN de una célula hepática es diferente al de una célula endotelial o al de una neurona. Para que esto ocurra, la enzima copiadora debe saber dónde empezar a leer, es decir, cómo encontrar los genes que tiene que leer en un determinado entorno celular. Además, debe existir un mecanismo que impida que se lean genes no deseados. De lo contrario, crecería cabello en el hígado y uñas en el cerebro. La solución a este dilema es doble. La transcripción de genes requiere secuencias específicas por delante de la información genética que se va a leer, lo que se denomina región promotora. Esta región es reconocida por proteínas específicas, llamadas represores o factores de transcripción. ¿Cómo se puede entender este mecanismo? Básicamente, funciona como un sistema de vías férreas. Si se piensa bien, contiene vías con dos tipos de propiedades. En general, las vías se utilizan para que los trenes circulen por ellas. Sin embargo, hay una pequeña porción de vías que se utiliza para regular el tráfico de los trenes. Se caracterizan por un sistema de señales que determinan si un tren puede continuar o si debe detenerse. De un modo similar, un tramo de secuencias reguladoras determina si un gen se activa o se desactiva. Curiosamente, dicho tramo no contiene solo un punto de unión al represor, sino varios, o incluso muchos. Por tanto, un gen puede activarse de forma diferente en distintos tipos de células o en distintos momentos en un tipo de célula determinado. Este hecho nos permite entender, por ejemplo, por qué los humanos y los chimpancés tienen el mismo tipo de genes y por qué, sin embargo, tienen un aspecto tan diferente. La respuesta a esta pregunta se conoció hace apenas dos años, cuando científicos del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Dresde descubrieron que ciertos genes son mucho más activos en el cerebro humano que en el de los chimpancés. Por lo tanto, la clave de lo que diferencia a estas dos especies reside en dónde y cuándo esos genes están activos. Esto también significa que los genes y las mutaciones genéticas no son necesariamente la respuesta a la evolución, sino más bien variaciones en la actividad reguladora de los genes y los genomas. Estas secuencias reguladoras alrededor del comienzo de las secuencias de codificación son difíciles de encontrar. Las primeras se identificaron hace muchos años, pero hasta ahora no han sido identificadas más de 100. Desde que se completó el genoma humano, ha sido posible examinar este problema con más atención. Así, se calcula que las regiones anteriores de los genes están salpicadas de estos puntos de unión, cuyo número se estima en más de 100.000. Mientras se realiza una búsqueda exhaustiva de estos puntos de unión, los científicos intentan comprender su función y sus interacciones. La aspiración que tienen todos es comprender la evolución de los planes corporales mediante cambios en las estructuras de red de los elementos reguladores. El trabajo de Patrick Cramer es bastante significativo en este contexto, porque se ocupa de la enzima que, al interactuar con estas señales reguladoras, lee una secuencia de ADN en su contraparte de ARN. Para que esto ocurra, tiene que encontrar el lugar de inicio correcto y saber cuándo y dónde empezar. Una herramienta para analizar esta cuestión es la cristalografía de rayos X. Este campo fue iniciado hace más de 90 años por Max von Laue y adaptado a las proteínas por primera vez por Kendrew y Perutz, quienes determinaron las estructuras de la hemoglobina y la mioglobina en la década de 1950. Esto fue algo bastante sorprendente en aquel entonces, porque nadie podía imaginar que algo como la clara de huevo pudiera cristalizar como lo hace la sal. Aunque parezca contrario a la lógica, esto ocurre y esta posibilidad ha abierto la puerta a un análisis estructural de cientos de proteínas. No todo el mundo puede cristalizar proteínas, ya que esto requiere algo que un jardinero llamaría «buena mano». La «buena mano» para la cristalografía puede ser sustituida por robots, hasta cierto punto, los cuales pueden dosificar y mezclar líquidos en proporciones precisas, pero, aún así, la tarea sigue siendo bastante difícil. Por lo tanto, la importancia del logro del Prof. Cramer en la cristalización de la ARN polimerasa es inestimable. No solo consiguió cristalizar la ARN polimerasa como tal, una estructura compleja formada por 10 subunidades, sino también algunos de estos factores de transcripción. A continuación, podía demostrar cómo esta estructura conseguía señalizar el inicio de la transcripción, así como otros aspectos del proceso de transcripción, a saber, cuándo finalizar el proceso de lectura y cómo indicarlo al mecanismo lector. Patrick Cramer comenzó este trabajo siendo becario de postdoctorado en la Universidad de Stanford, en el laboratorio de Roger Kornberg. Anteriormente había obtenido su doctorado en la Universidad de Heidelberg. Su carrera ha sido asombrosa, ya que su trabajo le ha valido una de las primeras plazas, sino la primera, de catedrático titular en una universidad alemana (según el sistema de tenure-track). Le deseamos lo mejor para su futuro trabajo en el Centro de Genética de la Universidad de Múnich, donde recientemente ha sucedido a R. Grosschedl como director.

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